El costo de la patria

El costo de la patria

Vista aérea de la obra de captación de la central hidroeléctrica Coca Codo Sinclair. Hacia la zona boscosa se extienden las propiedades de Gilbert Tixe y Mercedes Caiza, dos de los cientos de habitantes de la zona que han sido afectados por la construcción del proyecto, pues sus tierras han sido usadas como escombreras y los accesos les han sido arrebatados. Foto: Iván Castaneira / Agencia Tegantai.

Por Diego Cazar Baquero / @dieguitocazar

La construcción de la central hidroeléctrica Coca Codo Sinclair provocó la desaparición de la cascada San Rafael el 2 de febrero del 2020. Ese evento desató un proceso de erosión regresiva irreversible que provocó roturas de los oleoductos y más de 21 000 barriles de petróleo derramados. Al menos 27 000 indígenas amazónicos perdieron acceso a agua y a alimentación sana. La conexión vial entre Quito y la Amazonía norte quedó destruida. Todo ocurrió al amparo de la impunidad y el Estado ecuatoriano decidió ir por más.

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«La tierra sola se defiende, habla, pide ayuda; extraemos el petróleo que es la sangre de la tierra; construimos grandes hidroeléctricas alterando la geomorfología de la tierra y la dirección de los ríos; por todo lado lastimamos a la tierra y ella nos habla, nos reclama, pero nosotros no le entendemos».

Jairo Cabrera, habitante del cantón El Chaco.

Como agua entre los dedos

La Amazonía es la mayor reserva de agua dulce del planeta. Sus bosques tropicales ocupan 7,4 millones de kilómetros cuadrados de la superficie de América del Sur y sus más de 600 mil millones de árboles son indispensables para mantener el equilibrio climático en todo el globo. Gracias a la energía solar, esos inmensos árboles y el resto de la vegetación amazónica permiten la evaporación de una cantidad de agua tan grande que hace posible que llueva. Los bosques traen la lluvia y hacen posible la vida.

La cuenca del río Amazonas comenzó a formarse desde hace aproximadamente 11 millones de años, hasta que hace unos 2,4 millones de años adquirió la forma que conocemos hoy. Las selvas de la cuenca amazónica actúan como una bomba que mueve la humedad del océano Atlántico por debajo de la tierra y también por el aire, mediante los llamados ríos voladores. Esa inmensa jungla provoca lluvias constantes para alimentar sus ríos como si fueran venas y arterias, y mantiene el ciclo del agua constantemente vivo.

La Amazonía es sinónimo de vida. Pero, pese a que posee el 10% de la biodiversidad de todo el planeta y a que contribuye con la mayor cantidad de oxígeno, la Amazonía es el territorio más explotado y excluido de la región. Esta zona del globo alberga a más de 500 pueblos indígenas, con cosmovisiones propias, lengua, vestimenta, costumbres y tradiciones, sin embargo, desde la invasión europea en el siglo XV, los habitantes amazónicos han sido tratados como seres inferiores, subalternos, reemplazables. Objetos incapaces de padecer sed o hambre.

Poco cambió con el nacimiento de las repúblicas, en el siglo XIX. De hecho, la fiebre del caucho, que tuvo lugar entre 1850 y 1915, aproximadamente, fue la señal de que en adelante, la Amazonía sería explotada con voracidad para satisfacer las necesidades de las naciones modernas. En nombre del progreso, del desarrollo y de la patria, se convirtieron en prácticas comunes la esclavitud, las torturas, las violaciones sexuales, los asesinatos, la prostitución infantil, mientras las autoridades no llegaban.

Esta región otrora dominada por los empresarios caucheros ha pasado de dueño en dueño hasta la actualidad: petroleros, mineros, palmicultores, madereros, narcotraficantes… Desde esos años de vertiginoso impulso a las industrias, al crecimiento de las ciudades, los gobiernos de los países de la cuenca amazónica han elegido extraer todo lo que sirva para cubrir los vacíos de sus arcas estatales en lugar de preservarla para proteger el futuro del planeta y contrarrestar los efectos del cambio climático.

En Ecuador, el Oriente —como se llamó a sus tierras amazónicas— ha sido tratado como un inmenso terreno baldío y desaprovechado. Conservar intacto un pedazo de tierra amazónica es considerado una torpeza, una falta de visión de “gente vaga”. Para las clases dominantes de la era republicana, hacía falta población foránea capaz de hacer “productivas” esas tierras pobladas por “salvajes”. Hacía falta “domesticar” y “evangelizar” a los habitantes amazónicos con la ayuda de las congregaciones religiosas, para hacer posible el ansiado progreso nacional. El tráfico de especies animales, la tala indiscriminada o la minería —legal e ilegal— han convivido con las industrias petroleras y con las decisiones unilaterales de gobernantes que han visto en las riquezas amazónicas su salvavidas. Siempre en nombre de la patria.

A inicios del 2022, en los territorios amazónicos ecuatorianos se instalan todos los días cientos de operarios mineros legales e ilegales. El gobierno de Guillermo Lasso, igual que sus antecesores, apuesta por incrementar la producción petrolera aun a pesar de que los habitantes amazónicos se oponen a que la industria hidrocarburífera se expanda aún más en sus territorios. El narcotráfico y la trata de personas son males que aumentan en las zonas fronterizas y el agua de la Amazonía ha despertado la ambición por construir centrales hidroeléctricas en toda su superficie. El Estado continúa ausente para las poblaciones amazónicas, pero se vuelve cada día más presente y permisivo ante los intereses de las empresas extractivas.

El costo de la patria

El viernes 28 de enero del 2022, más de 6 000 barriles de petróleo se derramaron en el mismo lugar donde en abril del 2020 se rompieron los dos oleoductos y el poliducto ecuatorianos, soltando más de 15 000 barriles a las aguas del río Coca. La empresa privada OCP Ecuador intentó minimizar la gravedad del hecho y reanudó el bombeo de crudo sin haber limpiado la cuenca del río y sin que las comunidades afectadas hayan sido reparadas incluso de los daños causados en 2020. Foto: Iván Castaneira / Agencia Tegantai.

La guerra por el agua

En Ecuador —uno de los nueve países que ocupan territorios amazónicos— existen dos vertientes principales de agua que riegan su territorio. David Reyes —quien ha monitoreado los proyectos hidroeléctricos del país durante más de 30 años como parte de la organización Acción Ecológica— explica que la vertiente que va a la costa del Pacífico desde los deshielos de los Andes representa el 15% de todo el potencial hídrico que usa el país andino, mientras que las aguas que descienden hacia la Amazonía corresponden al 85% restante. Los mapas oficiales que exhibe el Ministerio de Energía y Recursos No Renovables de Ecuador muestran, de hecho, que la mayor concentración de agua de todo el territorio del país está, precisamente, en la cuenca de los ríos Napo y Coca.

Para el Estado ecuatoriano, el potencial técnico y económicamente factible de esta cuenca para generar energía es de 4 640 MW. En esta zona, la central hidroeléctrica Coca Codo Sinclair —construida entre el 2010 y el 2014 con el supuesto propósito de inaugurar una nueva matriz energética, y en funcionamiento desde 2017— tendría una generación límite de 1 500 megavatios según el relato oficial. Junto con la central Dué —con 49,71 megavatios de potencia— son las únicas que generan energía desde cauces hídricos. El resto del agua de la Amazonía norte destinada a la generación de energía eléctrica es aprovechada por unas 130 centrales termoeléctricas, que usan combustibles fósiles para operar cuando las condiciones climáticas no propician caudales suficientes. Las provincias amazónicas de Sucumbíos, Napo y Orellana concentran la mayor cantidad de centrales de generación termoeléctrica del país, pero las pequeñas poblaciones que rodean a la central Coca Codo Sinclair no cuentan con servicio de luz eléctrica constante ni con agua potable.

Un socavón más grande que cualquier megaproyecto

Toda gran industria extractiva —petrolera, agroalimentaria, minera, maderera y, por supuesto, hidroeléctrica— necesita ingentes cantidades de agua para operar y por eso, los ríos amazónicos se han convertido en sus codiciadas fuentes de enriquecimiento. Pero en febrero del 2020, cinco semanas antes de que el gobierno del entonces presidente Lenín Moreno declarara la emergencia sanitaria por la llegada de la pandemia, un hoyo se abrió junto a los riscos que rodeaban la cascada San Rafael, considerada hasta entonces la caída de agua más grande de Ecuador. Desde entonces, el agua de esa cuenca inició un desesperado esfuerzo por recuperar el cauce que se le había arrebatado desde hacía siete años, cuando comenzaron los trabajos para la construcción del que fue promocionado como un “megaproyecto” que cambiaría la matriz energética del Ecuador para siempre.

Jairo Cabrera es, quizás, el primero que vio lo que poco tiempo después se convertiría en uno de los mayores desastres naturales que ha vivido Ecuador. “Me sorprendió cuando vi un hoyo de 10 metros de radio”, recuerda este empresario turístico. Pocas horas después, perdió su finca, donde funcionaba su negocio junto a la cascada.

Ese hoyo que sorprendió a Cabrera marcó el inicio del proceso de erosión regresiva del río Coca, que enseguida se llevó parte de la vía que conectaba Quito con la ciudad amazónica de Lago Agrio; los oleoductos por donde el país transporta el petróleo hacia la costa para su exportación se rompieron y provocaron que más de 15 000 barriles de crudo se derramaran en las aguas del Coca, el 7 de abril del 2020, y fluyeran río abajo, contaminando chakras y poblados y acabando con toda la riqueza ictiológica de la que los habitantes amazónicos se alimentaban.

Cabrera cuenta que entre el 2013 y el 2014, el personal implicado en la construcción les hizo firmar a él y a otros habitantes de la zona un documento en el que aceptaban que estarían dispuestos a evacuar sus tierras en el caso de que hubiese un desastre. “En ese tiempo —recuerda Cabrera— no sabíamos de lo que se trataba, entonces ellos ya sabían que por su irresponsabilidad al construir este proyecto sin todas las especificaciones técnicas podía suceder esto”.

A pesar de que los estudios iniciales, realizados entre la década de los ochenta y la de los noventa, habían advertido que no sería una buena idea construir una central de grandes dimensiones en el lugar, y que, de hacerlo, tan solo se podría alcanzar una generación máxima de 859 megavatios, el desafío de construir una hidroeléctrica con capacidad para generar 1 500 megavatios de potencia se convirtió en uno de los emblemas del discurso del gobierno de Rafael Correa desde el 2007.

A la cabeza de tal proeza estuvo siempre el delfín de Correa, su vicepresidente, más adelante ministro coordinador de Sectores Estratégicos y amigo personal, Jorge Glas Espinel, quien al cierre de esta publicación cumple cinco años en prisión por haber recibido 13,5 millones de dólares en sobornos por parte de la empresa Odebrecht para adjudicar contratos. Para respaldar técnicamente la idea de alcanzar esa generación de energía estuvo Alcksey Mosquera, por entonces ministro de Electricidad, quien en el 2018 fue sentenciado por la justicia ecuatoriana a cinco años de prisión por ser también parte de la trama de sobornos del caso Odebrecht, que salpicó a varios países de la región.

Mosquera, en su momento, justificó el incremento de potencia. Y lo hizo mediante la contratación de una empresa italiana llamada Electroconsult, la misma que elaboró un estudio de factibilidad. Lo curioso es que ese estudio certificó que alcanzar 1 500 megavatios de potencia sería imposible, y que tan solo se podría forzar una generación de 1 464 megavatios “durante 4 horas”. Como era de esperarse, el incremento de generación implicaba que de los 2 000 millones de dólares que se habían planteado como presupuesto inicial para la construcción del proyecto, se tuviera que inflar el gasto a 3 216 millones de dólares.

En la ceremonia de inauguración de la central, el 18 de noviembre del 2016, Glas y otros funcionarios de entonces hablaron de su “megaproyecto” como el inicio de una era en la que Ecuador dejaría de importar energía eléctrica y comenzaría a exportarla a los países de la región. Correa y el presidente chino, Xi Jinping, participaron del evento desde las oficinas del ECU911, en Quito, mientras los demás estaban en las instalaciones de la hidroeléctrica.

Seis años después de eso, la central hidroeléctrica Coca Codo Sinclair ha acumulado escándalos, tanto en relación con fallas de infraestructura, como por sobreprecios en procesos de contratación incluso desde su construcción.

No pasó mucho tiempo para que la gran infraestructura se convirtiera en un objetivo de la furia de la naturaleza y para que le costara al Estado ecuatoriano una fortuna adicional el mantenerla a salvo de la erosión regresiva del río Coca. Según información proporcionada por la Corporación Eléctrica del Ecuador (Celec) —entidad encargada de operar la hidroeléctrica—, desde el inicio de la erosión del río hasta el final del 2021 se llegó a gastar 14 millones de dólares solamente en medidas de contención provisionales.

Reyes cree que “hay intereses de los constructores, de los financistas y a veces de las autoridades locales, de los ministerios del ramo, incluso de los gobiernos provinciales o cantonales”.

Carolina Bernal —quien integró la junta consultiva que asesoró a la gerencia de la Corporación Eléctrica del Ecuador (Celec) para enfrentar la erosión regresiva del río Coca, en 2020— explica con absoluta claridad las causas de la erosión regresiva: “Un río no es solamente una corriente de agua, el río es un sistema fluvial que incluye a su cuenca hidrográfica. Es necesario que nosotros estudiemos y conozcamos la cuenca hidrográfica para saber qué tipo de actividades antrópicas podemos hacer (…) y garantizar que todos los usos, antrópicos o no, puedan estar en armonía, de lo contrario se ocasiona problemas en dominó, como los que estamos vendo en la cuenca del río Coca”.

Bernal conoce muy bien a este río. Obtuvo un doctorado con una investigación sobre los principales cauces de la Amazonía y, en particular, acerca del Coca. Ha estudiado la génesis de hidrocarburos en Ecuador y la contaminación ambiental por ellos generada. La docente de la Escuela Politécnica Nacional dice que la falta de una política de gestión de riesgos en Ecuador es una de las principales razones por las cuales se producen desastres naturales. “Si queremos un medio ambiente sano, como base, requerimos un recurso hídrico sano, por eso es importantísimo el estudio de los ríos”.

“Si algún patrón yo encuentro —añade Bernal— entre los desastres que provocan la minería, la deforestación y otras actividades extractivas, ese es una falta de conciencia sobre el modelo de desarrollo que queremos y cómo la gente vende su conciencia, su alma, se corrompen; estamos arriesgando que perdamos a nuestro país, porque ahora estamos perdiendo el terreno frente a las mafias, frente a los que trafican el oro ilegal, a los que trafican tierras, a los que hacen obras con sobreprecios y no toman en cuenta las consecuencias que tienen sobre todo el medio ambiente”.

El 4 de febrero del 2022, Celec emitió un comunicado en el que celebraba que el avance de la erosión haya permanecido detenido durante 200 días consecutivos, pero omitía hablar sobre el riesgo de que el proceso erosivo se reanude con la llegada del invierno.

“Lo que no pudo el terremoto de 1987 lo pudo este socavón”, dijo airado Cabrera, aludiendo a un sismo que el 5 de marzo de ese año se cobró la vida de más de 1 000 habitantes de esa zona y cuyo epicentro fue, precisamente, en donde se formó el socavón. “El daño psicosocial es de carácter irreversible”, se lamentó.

Desde que se inició el proceso de erosión regresiva, en 2020, Celec hizo varios intentos para contener las aguas del río Coca. Uno de sus planes incluyó colocar contenedores para detener la corriente, pero la fuerza del cauce los destruyó. Esta imagen aérea muestra la proporción entre el tamaño de las retroexcavadoras, los contenedores y la corriente de uno de los ríos más caudalosos de la Amazonía de Ecuador. Foto: Cortesía Celec.

Yo soy la estaca de Celec

Gilbert Tixe heredó de su abuela una propiedad en la parroquia Gonzalo Díaz de Pineda, sector El Salado, justo encima del túnel de conducción de la obra de captación de la hidroeléctrica. “Yo soy la estaca de Celec”, dice con frecuencia este agricultor que ha dedicado cerca de tres décadas a cultivar yuca, maíz, plátano verde, tomate y, principalmente, naranjilla.

Celec coordina la mesa técnica a cargo de proteger la infraestructura amenazada por el avance erosivo del Coca. Sus operadores, guardias de seguridad e incluso gerentes se han convertido en los dueños de los movimientos de Tixe desde que los constructores destruyeron un puente colgante de 182 metros y un camino de herradura que servían para que los campesinos cruzaran el río. Ocurrió durante la etapa de construcción. Botaron el puente para hacer el dique de la hidroeléctrica y en su lugar, montaron un gran puente de acero y concreto y una garita de seguridad donde Gilbert tiene que identificarse y presentar un salvoconducto. Si quiere entrar a su propiedad con otras personas debe pedir autorización a los empleados de Celec.

Gilbert Tixe padece una discapacidad congénita y enfrenta un progresivo desgaste de su fémur derecho. El dolor llega cuando camina más de una hora. A pesar de su dolencia y de que porta un carné otorgado por el Conejo Nacional para la Igualdad de Discapacidades, una vez que ha cruzado la garita de seguridad y ha atravesado las instalaciones, debe trepar la valla del puente de la obra de captación y aventarse hacia una peña para luego escalar una pendiente casi vertical y llegar a su tierra trepando la montaña.

Pero esto se inició mucho antes. Tixe tiene muy claras las fechas de su historia personal. El 11 de septiembre del 2009, “vino ‘Coca Codo’ a socializar a todos los de la ribera y del embalse —recuerda—; llegamos a desacuerdos por las imposiciones, la prepotencia, las amenazas. Ellos no venían a negociar, ellos venían a imponer, siempre con su ideología de que es prioridad nacional, el proyecto más grande del Ecuador y de Latinoamérica”.

Desde ese año, Tixe tuvo que dedicar su tiempo a lidiar con los intentos de desalojo, con las ofertas engañosas de compra o arrendamiento de sus tierras y con la destrucción de sus sembradíos. “En plena construcción, en el 2014, a mí me propusieron que les venda la propiedad —narra airado, furibundo, mostrando el acta que le entregaron con el fin de cerrar ese trato—, luego propusieron comprar la mitad”.

“Señor Tixe, usted no puede ingresar”, cuenta que le dijeron durante una visita liderada por el exvicepresidente Jorge Glas, en 2016. Pero ese impedimento de entrara su propia tierra vino con la oferta de que se la comprarían a cambio de que él hiciera los trámites necesarios para actualizar sus linderos, un peritaje agrícola y los avalúos. Tixe recuerda que Glas llegó con dos guardaespaldas y dos militares. A los cuatro meses, ya nadie le habló de la oferta y los trámites que hizo no le sirvieron de nada.

Durante una visita que este equipo periodístico hizo, en noviembre del 2021, a las poblaciones afectadas por la erosión regresiva del río Coca y a la central hidroeléctrica, personal de seguridad de la empresa estatal retuvo a los periodistas, a Tixe y a su camión de carga, con el argumento de que el agricultor no podía entrar con otras personas a su propiedad. Uno de los guardias hizo llamadas telefónicas, según dijo, a policías de la zona, y amenazó con confiscar los teléfonos celulares y equipos de grabación de reporteros y fotógrafos.

Tixe dice que se mantendrá firme en su rechazo a las acciones de Celec porque siente que sus derechos han sido violados en nombre de “un supuesto beneficio para 16 millones de ecuatorianos”. Cuando un funcionario de gobierno le dio ese argumento, él recuerda que le respondió con la misma contundencia que ahora repite sus palabras: “¿Y el perjuicio para uno y para los que estamos en la ribera? ¡No hubo beneficios en accesos, no se pagó bien a la gente! Yo me quedo aquí porque la empresa ha sido irresponsable, no ha cubierto los daños que ocasionó en el 2014 a mí, a mi familia, a los vecinos; yo no puedo ceder a una amenaza; la empresa tiene que resarcir los daños que ocasionó antes y los que vendrán; ahora ya no estoy luchando solo, ahora ya estamos organizados”.

El presidente del GAD parroquial de Gonzalo Díaz de Pineda, Luis Salazar (izq.), junto a Jairo Cabrera, recorre la zona del derrame del 28 de enero de 2022. Foto: Iván Castaneira / Agencia Tegantai. 

La paradoja: desarrollo a pesar de la vida

El 26 de octubre del 2021, el presidente Guillermo Lasso expidió el Decreto Ejecutivo 238, mediante el cual se puso en vigencia la política pública para el sector eléctrico, y el Decreto Ejecutivo 239, que establece la reforma al Reglamento General de la Ley Orgánica del Servicio Público de Energía Eléctrica para impulsar la participación del sector privado en la prestación del servicio público de energía eléctrica. “Mediante la implementación de estos dos decretos se garantizará el incremento de la capacidad instalada de generación eléctrica para satisfacer la demanda prevista en el Plan Maestro de Electricidad, así como el óptimo desarrollo del servicio público de energía eléctrica, alumbrado público, carga de vehículos eléctricos y almacenamiento de energía”, dijo el ministro de Energía, Juan Carlos Bermeo, en la ceremonia de la firma.

A pesar del inminente desastre, y de acuerdo con el Plan de Expansión de Generación y su correspondiente mapa de proyección, hacia 2027 el Estado ecuatoriano pretende alcanzar la generación de 4 267 megavatios más con la implementación de 23 centrales hidroeléctricas nuevas. Una de ellas, ubicada en la cuenca del río Santiago, en la intersección de los ríos Zamora y Namangoza, en la Amazonía sur, tendría una potencia instalada de 1200 megavatios pero podría producir hasta 2 400 megavatios.

En febrero del 2021, el entonces viceministro de Electricidad, Hernando Merchán, aseguró en una entrevista para el portal Primicias que el potencial hidráulico en Ecuador “es del orden de 21 000 megavatios y hasta el momento solo se han aprovechado 5 000 megavatios con las generadoras hidroeléctricas”.

Pero en la Amazonía, sus habitantes se preguntan cómo es que los sucesivos gobiernos se empeñan en emprender nuevos megaproyectos sin siquiera resolver los problemas que causan los poyectos que ya existen.

El 18 de noviembre del 2021, en la parroquia El Reventador del cantón Gonzalo Pizarro, en la provincia de Sucumbíos, se instaló ad hoc el Tribunal Permanente de los Ríos, con la participación de habitantes de las zonas afectadas por las operaciones de la central hidroeléctrica Coca Codo Sinclair y representantes de distintas organizaciones sociales nacionales e internacionales.

Este tribunal —presidido por Monti Aguirre, coordinadora de la International Rivers Network para América Latina— emitió un dictamen en el que critica las acciones de las instituciones estatales y de las empresas privadas y contratistas.

“En el Ecuador hay planificadas 300 centrales hidroeléctricas y 100 ya están construidas —dice el documemto—. La energía que se generaría es superior a lo que necesita el país, y aunque se dice que es para exportación, todos los países de la región están construyendo grandes cantidades de represas hidroeléctricas. ¿Es acaso un negocio de las constructoras?

“La energía hidroeléctrica se apropia de caudales enteros por 20 o 30 años —se lee en el dictamen—; no reemplaza la energía térmica y no abarata los costos de la electricidad y las comunidades que viven en la zona de influencia de las hidroeléctricas no tienen electricidad. Los principales consumidores de la energía generada son las grandes industrias, y algunas represas son de su propiedad, aprovechándose de ríos que son de uso colectivos”.

Sobre la central Coca Codo Sinclair, el dictamen explica que la crisis por la erosión regresiva del río Coca afecta también a las comunidades kichwas instaladas río abajo. Se refieren a Panduyaku, Shiwuacucha, San Francisco, Playón del Río Coca y Dashinoi. El documento exhorta al Estado ecuatoriano a una moratoria a la implementación de más centrales hidroeléctricas en todo su territorio y cuestiona que el cambio de la matriz productiva y energética al que se refirieron las autoridades del gobierno de Correa no se haya cumplido y que, en su lugar, “se haya impuesto la construcción de varios megaproyectos energéticos” y se haya provocado la destrucción de poblaciones, tierras agrícolas para el consumo interno y para subsistencia de las comunidades, así como altos índices de contaminación de fuentes hídricas y suelos.

“Como parte de la transición ecológica, debe cerrarse el proyecto Coca Codo Sinclair, porque cualquier medida que se tome intensificará los impactos ya generados por el proyecto”, dice el dictamen.

Para los habitantes de la cuenca del Coca no hay duda de que las obras de la hidroeléctrica desviaron el curso del río y de que ese fue el detonante de su desgracia. Patricia Vargas, vicepresidenta y asistente administrativa de Turismo y Nacionalidades de la comunidad de Panduyaku, asegura que desde que comenzó la construcción de la central Coca Codo Sinclair, “comenzaron los problemas”. La mujer —madre de 3 hijos— relata su historia de pie sobre un sendero de piedras redondeadas y vegetación estropeada por las corrientes. A 300 metros están las orillas del Coca. La corriente avanza a lo lejos, con bravura. Pero antes de que desapareciera la cascada San Rafael —cuenta ella— esas aguas cubrían la tierra donde ahora ella está. “Desde entonces —continúa—, uno no puede estar en el río ni en las orillas porque no sabes cuándo abren las compuertas”.

Patricia se refiere a las inmensas escotillas de la obra de captación de la hidroeléctrica. Cada semana, los operarios abren el azud que represa el agua río arriba para elevar el nivel del río. Así dejan correr el caudal que han retenido para alimentar las turbinas de generación eléctrica. “Y ese ha sido el miedo y el terror de toda la gente: que no nos avisen nada, entonces es preferible no estar cerca del río”, dice, temerosa.

Panduyaku es la primera comunidad que se asentó en la zona. Aunque no hay un censo actualizado, se calcula que hoy cuenta con entre 400 y 500 personas, que conforman unas 80 familias. Shiguakucha, San Francisco y Huayraurco son los tres sectores que componen la comunidad, todos ellos habitados por población kichwa. Con el cambio de curso del río, los comuneros se vieron obligados a comprender de nuevo a la corriente. “Se trata de un nuevo río”, explica Esperanza Martínez, de Acción Ecológica. “Desde que llegó la Coca Codo Sinclair, llueve y el río tiene unas olas inmensas, los operadores les llaman tumbos, siempre estamos con miedo”, añade Patricia.

Los comuneros cuentan ya tres muertes de miembros de Panduyaku debido al desfogue imprevisto de las aguas retenidas. “Una vez, cruzando en la canoa así personas con niños, unos por querer salvar a los niños murieron, se viró la canoa…”, recuerda Patricia. En otra ocasión, los pasajeros de una canoa lograron saltar cerca de la orilla porque “en unos segundos era como un mar, todas las playas llenas de palizadas”. Los navegantes se quedaron en una isla durante toda la noche hasta que al día siguiente fueron rescatados. Todo el material que llevaban en la canoa se perdió. Además, perdieron “unos quinientos metros de tierra sembrada”.

Patricia recuerda que su familia vivía “en un lugar de tranquilidad y paz, sin necesidad de nada, solo existía felicidad y hoy hay un cambio total. Éramos felices porque nos alimentábamos del río”.

 Estas dos imágenes muestran la zona en la que OCP Ecuador intentó construir siete variantes distintas del oleoducto, trepándolas sobre el cerro junto al socavón abierto por la erosión regresiva. En la primera, tomada la primera semana de diciembre del 2021, aparece el pequeño puente sobre el río Piedra Fina, en el extremo superior. Ese puente, en el extremo izquierdo de la segunda imagen, tomada la segunda semana de ese mismo diciembre, ya se encuentra al borde del socavón. Hacia el centro de la imagen se ve la ruta de la séptima variante, que por esos días se construía sobre la colina, la misma que el 28 de enero de 2022 colapsó definitivamente. Fotos: OCP Ecuador.

La cadena de desastres que desató la erosión del río Coca

El viernes 28 de enero, el Oleoducto de Crudos Pesados (OCP) —una de las dos tuberías que transportan petróleo en Ecuador, que opera bajo la empresa privada OCP Ecuador— se volvió a romper y provocó un derrame de alrededor de 6 300 barriles de petróleo, de acuerdo con datos de la misma empresa. En menos de tres días ese petróleo alcanzó los cauces de los ríos Piedra Fina, Quijos, Coca y Napo, en el norte de la Amazonía del país.

Desde que ocurrió este nuevo desastre, las autoridades del Gobierno y los representantes de la empresa intentaron transmitir el mensaje de que el evento no tenía nada que ver con el proceso de erosión regresiva del río Coca. Ya desde inicios del 2020 se intentó tratar al proceso erosivo como un hecho independiente de la construcción de la central Coca Codo Sinclair. Sin embargo, los especialistas insisten en que todos estos eventos están vinculados con el cambio del curso de la corriente de ese gran río, por intervención humana.

Los informes preliminares del Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica (Maate) determinaron que el evento del 28 de enero del 2022 contaminó al menos 21 007,91 metros cuadrados (m2) del Parque Nacional Cayambe-Coca, una de las 66 áreas protegidas de Ecuador. Se confirmó que de la superficie total de afectación, 16 913,61 m2 se encuentran dentro de la zona de protección y los restantes 4 094,3 m2 pertenecen a la zona de amortiguamiento del área protegida. Esto implica —detallaron los documentos del Maate— una amenaza para las especies animales que habitan la zona, como el cusumbo andino (Nasuella olivacea), el venado Chonta (Pudu mephistophiles), el gallo de la peña (Rupicola peruvianus) y varias especies de anfibios. Los hallazgos sobre suelo, agua, aire, fauna y flora, junto a los efectos sociales del derrame, evidenciaron “una potencial afectación a la provisión de servicios ambientales y riesgos a la salud humana”.

Las personas afectadas esta vez fueron las mismas que dos años atrás sufrieron las consecuencias de la desaparición de la cascada San Rafael, que a su vez fueron las mismas que perdieron sus fuentes de agua con el derrame del 7 de abril del 2020 y que son las mismas que quedaron aisladas por la pérdida de la carretera. Todos esos eventos ocurrieron en el mismo lugar.

“Esto es tóxico”, advirtió un trabajador de Petroecuador mientras recogía tierra manchada de petróleo y la guardaba en bolsas plásticas. Otro trabajador de la contratista Pecs vestía un traje de protección, botas y mascarilla, mientras esperaba que la manguera succionara el petróleo hacia el camión vacuum, pero el resto de obreros a su alrededor no contaba con protección alguna. El concentrado hedor a petróleo que respirábamos se sumaba al paisaje apocalíptico del inmenso socavón por donde ahora los vecinos del lugar subían y bajaban a diario sin ninguna seguridad. Decenas de trabajadores de las empresas Pecs, Welding, Arcoil y Corena  —contratistas de OCP Ecuador— iban de un lado a otro cargando mangueras de presión, tubos plásticos, bolsas, picos, palas. Junto a los riachuelos manchados con petróleo, algunos trabajadores colocaban material absorbente con el fin de capturar las manchas negras, pero horas después, ese material lucía igual, mientras el petróleo se filtraba por la tierra. La película multicolor que produce el hidrocarburo en la superficie del agua avanzaba sin que pudiera ser capturada por esos materiales de absorción.

Florencia —como nos ha pedido que la llamemos para proteger su identidad— comenzó a trabajar en el sitio la noche del viernes 28, pero su experiencia supera los 12 años como parte del equipo de remediación de la estatal Petroecuador. A pesar de su trayectoria, siempre ha recibido un sueldo básico por su trabajo. Sus jornadas no duran ocho horas, como manda la ley, sino doce o más. De lunes a lunes. “No nos pagan las horas extras por lo que supuestamente nos dan la dormida, la comida, a dondequiera que vayamos”. Esta mujer cuenta que ha atendido ya muchos derrames en distintos puntos del país. Recuerda uno ocurrido en marzo del 2008, en el cantón La Libertad, en la costa del país; el de El Salado, en abril del 2021, muy cerca de San Rafael; y otros en zonas fronterizas. Pero dice que el peor fue aquel del 7 de abril del 2020, que ocurrió en el mismo lugar donde ahora ha vuelto a trabajar para remediar el nuevo escape de crudo.

Florencia, además, es una de las afectadas por la erosión regresiva del Coca. Ella, junto a su familia, vive en una de las zonas que bordean el abismo provocado por la erosión y aseguró que nunca recibió propuestas concretas de reubicación por parte de las autoridades del Estado o de los gobiernos locales.

A esto se suman las contradicciones entre la información oficial y los testimonios de los lugareños. Andrea Hernández, directora de Control Ambiental del Maate, confirmó en una llamada telefónica la cronología de las alertas que recibió la entidad: a las 16:45 de ese viernes 28 —dijo— llegó la alerta de los guardaparques, y añadió que “a las 18:00 se le dispuso a OCP que inicie las acciones de contingencia, limpieza y remediación del derrame”.

Pero los tiempos no cuadraron. La tarde de ese viernes 28 de enero, aproximadamente a las 16:30, trabajadores de la empresa Welding, contratista de OCP encargada de la construcción de la séptima variante del oleoducto, notificaron a sus superiores sobre la rotura y las imágenes que los mismos trabajadores de la empresa difundieron en redes sociales se hicieron virales enseguida. Pero OCP Ecuador emitió un comunicado en el que aseguró que el derrame se suscitó a las 17:06, 21 minutos después de que los guardaparques del Maate habrían emitido ya sus avisos.

La manipulación de los hechos para forjar una narrativa engañosa parece ser parte del guion oficial cuando de petróleo, minería o hidroeléctricas se trata. Uno de los habitantes de la zona que pidió proteger su identidad por temor a represalias contó que los superiores de la empresa confiscaron varios teléfonos celulares de sus trabajadores y amenazaron con despedirles de sus trabajos si continuaban difundiendo las imágenes del derrame.

El primer comunicado de OCP Ecuador de ese viernes, además, aseguraba que “la rotura ocurrió en una zona que no se encuentra directamente expuesta a los ríos”. Sin embargo, José Fajardo, superintendente del derecho de vía de la misma empresa, nos dijo al día siguiente del episodio que el flujo de petróleo tardó aproximadamente 35 minutos en alcanzar el cauce del río Piedra Fina, desde que ocurrió la rotura. Ese río es una pequeña corriente que en ese punto se encuentra a escasos metros del Coca.

La presión con la que avanzaba el petróleo dentro del oledoucto cuando ocurrió la rotura, la elevada temperatura del crudo y la inclinación de la pendiente, de más o menos 50 grados, confluyeron para que el hidrocarburo llegara enseguida a los cauces. “La distancia de la rotura era muy cercana al cuerpo de agua, nos desfavoreció tener una alcantarilla muy cerca”, explicó Fajardo.

Entre el sitio de la rotura del oleoducto y el cauce de agua hay unos 800 metros, aproximadamente. “No podíamos llegar tan rápido —dijo el técnico de OCP—, pero a pesar de eso, ya en una hora teníamos conformadas las piscinas, con lo cual gran parte del volumen de crudo se retuvo en tierra”.

Aunque el comunicado de OCP Ecuador aseguró que el accidente se debió “al debilitamiento del terreno en la zona de Piedra Fina” como resultado de las lluvias, Luis Salazar, presidente del Gobierno Autónomo Descentralizado (GAD) parroquial de Gonzalo Díaz de Pineda, se mostró extrañado. “No había lluvias”, exclamó con una mueca de indignación, mientras avanzaba a pie por la planicie que ha formado la erosión regresiva.

Otros habitantes de la zona también confirmaron que las lluvias no fueron las causantes del accidente y aseguraron que la maquinaria de Welding que trabajaba en la construcción de la séptima variante del ducto fue la que provocó que las piedras se deslizaran montaña abajo.

Fajardo dijo que llovió la víspera de la rotura, el jueves 27 de enero, y ensayó una nueva explicación: “Es un 70 % arena —detalló, señalando hacia la colina ennegrecida por el petróleo que salió a borbotones la tarde del viernes—; cuando llueve, el agua lo que hace es lavar esa arena y las piedras que están confinadas comienzan a perder sustento, entonces puede suceder muy rápido o muy lento; con las lluvias que se dieron se lavó muy rápido y esa piedra se desprendió, y hablamos de una roca que pesaba más de 8 toneladas”, añadió el técnico, para respaldar la versión oficial del Gobierno y de la empresa, que indican que la roca cayó sobre el ducto y lo rompió.

Un campesino del lugar que prefirió no ser identificado dijo que lo de las lluvias y lo de la piedra “son mentiras”, y que la razón de la rotura del ducto fue “por una mala suelda que la hicieron al apuro”. Otros vecinos de El Chaco coincidieron en que hubo una piedra que se deslizó y rompió la tubería, pero añadieron que la roca no cayó por las lluvias ni por el debilitamiento del suelo sino porque “había maquinaria de la empresa trabajando ahí arriba y botó piedras”.

El presidente ejecutivo de OCP Ecuador, Jorge Vugdelija, envió un mensaje a través de su equipo de comunicación en el que se refirió a “un evento fortuito de la naturaleza que no tiene conexión alguna con eventos anteriores”.

Vugdelija dijo que su empresa desplegó más de 50 personas para contener el petróleo derramado en esas piscinas y consideró que fueron “exitosos” en esa labor. Además, dijo que “pequeñas trazas han alcanzado los cursos de agua” y que alcanzaron los cauces “en algún sector de la orilla del margen del río”.

Mediante un comunicado emitido al mismo tiempo, la empresa OCP Ecuador añadió que ha desplegado un plan de compensación consistente en “dotación de agua segura a comunidades como Toyuca, San Pablo norte de la parroquia San Sebastián del Coca, Sardinas, Guayusa, entre otras con el apoyo de EP Petroecuador”.

A Salazar —incrédulo e impotente— le esperaba una caminata de una hora desde el punto donde se encuentra el pequeño poblado de San Luis hasta donde ocurrió la rotura del oleoducto. Si hubiera carretera, tan solo habría tardado dos minutos. Desde el 10 de diciembre de 2021, los pobladores del cantón El Chaco, del lado de la provincia de Napo, y los de El Reventador, en la provincia de Sucumbíos, están incomunicados, pues un tramo de la vía, precisamente en el punto donde ocurrió este derrame, se vino abajo. Tres meses después, la conexión vial para los pobladores de esta zona no se había restablecido. Pero la carretera no es una responsabilidad de la empresa privada. Fajardo se contuvo y dubitó cuando ameritaba hablar de las responsabilidades de las instituciones del Estado. Preocupado, insistió en que no se le malinterprete cuando dijo que sin una carretera habilitada por parte del Ministerio de Transporte y Obras Públicas, el trabajo de los operarios de OCP Ecuador en construir la variante definitiva resulta más difícil y demorado.

Andrea Hernández, del Maate, aseguró que la entidad ya había previsto que un deslizamiento de tierra como este podría ocurrir y dijo que en su momento “dio una directriz clara a la operadora en la cual se tiene que hacer el trazado definitivo [del ducto], y que se contemplen todos los riesgos e impactos de la zona”. Pero eso no llegó a suceder en cerca de dos años.

El Maate dijo en sus informes que apenas una familia de tres personas fue afectada y aseguró que se evacuó y reubicó a sus miembros. Sin embargo, de acuerdo con Patricia Vargas, presidenta de la comunidad de Panduyaku, las aguas contaminadas alcanzaron a decenas de comunidades kichwas de las provincias de Napo y Sucumbíos, asentadas río abajo. La comuna de Panduyaku fue una de las que primero recibió el cauce con petróleo, pues es de los poblados más cercanos al sitio del derrame. Playa del Río Coca, Dashino, El Embalse y Cañón de los Monos, son otras poblaciones ribereñas que también vieron cómo las aguas del Coca bajaron manchadas. Juntas, estas localidades reúnen a más de 150 familias.

Pero esas aguas no se detienen en su trayecto hacia el gran Amazonas. Dashinoi, compuesta por los sectores Playas del Río Coca, Playas del río Tigre y Dashinoi, también kichwas, sufrieron las mismas afectaciones. Xavier Solís, miembro de la Fundación Alejandro Labaka y abogado defensor de la comunidad kickwa El Edén, ubicada a orillas del río Napo, a cientos de kilómetros de donde ocurrió el derrame del 28 de enero, también registró la llegada de las aguas contaminadas a esa población. Junto al equipo de la organización, Solís realizó monitoreos a comunidades río abajo como Domingo Playa, San José del Río Coca y Toyuca. La contaminación llegó —dijo Solís— incluso hasta la comuna Boca Tiputini, en la frontera con Perú.

Desde que se produjo el derrame del 2020 hasta febrero del 2022, la empresa privada OCP Ecuador y una de sus contratistas, la firma Welding, construyeron siete variantes del oleoducto para evitar la interrupción de la producción hidrocarburífera, pero todas colapsaron. En medio de la fetidez por el petróleo expuesto en las piscinas construidas por su empresa, Fajardo se preguntó alarmado sobre la pérdida de dinero que representa para el país interrumpir la producción petrolera. Y en esa pregunta parecía resumir la política pública de los gobiernos de Ecuador cuando se trata de petróleo: hallar siempre a un enemigo externo y proteger a toda costa a la industria que representa la principal fuente de ingresos del Estado.

Entre enero y noviembre del 2021, las exportaciones petroleras sumaron 8 300 millones de dólares para el país, con un superávit de 4 128 millones de dólares en la balanza petrolera. Ese dato, en contraste con un déficit de 1 479 millones de dólares en la balanza no petrolera, dio de todos modos un resultado positivo en la balanza comercial total de 2 649 millones de dólares, incluso a pesar de la crisis generada por la pandemia. Mantener esas cifras al alza es la consigna de todos los gobiernos, pues contar con esos recursos también les permite conservar cierto capital político.

Al cierre de esta publicación, el precio del barril de petróleo de acuerdo con el marcador WTI, referencia para el crudo ecuatoriano, se ubicó en 120 dólares con tendencia al alza. Los números fríos explican también la frialdad frente a los perjuicios en contra de la vida de los habitantes amazónicos y de su entorno natural. Y, probablemente, también sean el sustento de aquella narrativa engañosa o mentirosa. Dos ambiciones confluyen: los recursos provenientes del petróleo y el incremento de la productividad como resultado de la generación de energía eléctrica.

Según el Código Orgánico del Ambiente, el Maate tiene potestad sancionatoria y podría tramitar una multa de entre 10 y 200 salarios básicos unificados en contra del operador, en este caso, OCP Ecuador. El Ministerio puede iniciar procesos administrativos una vez que se hayan levantado los informes definitivos. Si se determinara la multa más alta, el monto que tendría que pagar OCP Ecuador alcanzaría apenas 85 000 dólares, de acuerdo con la normativa vigente.

El hecho de que el derrame de petróleo se haya suscitado en zonas pertenecientes al Parque Nacional Cayambe Coca y de la Zona de Amortiguamiento es un agravante más en contra de la operadora, dijo la funcionaria.

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Siete variantes desde aquel 7 de abril de 2020 dieron como saldo 27 000 habitantes amazónicos privados de acceso a agua limpia; más de 21 000 barriles de petróleo se derramaron; una carretera neurálgica para conectar a la capital ecuatoriana con la Amazonía norte quedó convertida en un abismo; un área protegida está amenazada y decenas de poblados históricamente agrícolas han sido condenados a depender de las fuentes de trabajo fugaces que ofrecen OCP Ecuador y sus contratistas o la estatal Petroecuador, para construir obras que se destruyen una tras otra.

El presidente del GAD parroquial de Gonzalo Díaz de Pineda, Luis Salazar, comenta con una media sonrisa que uno de los problemas es que algunas autoridades locales “se dejan convencer, aceptan cualquier cosa y se quedan callados”.

El 4 de febrero del 2022, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a través de la Relatoría Especial de Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales (Redesca), instó al Estado ecuatoriano y a la empresa privada OCP Ecuador a “reparar con urgencia los impactos ambientales que provocan los derrames de petróleo, reducir los daños y evitar la repetición, con la participación efectiva de las comunidades afectadas”. Además, conminó a investigar, sancionar a los culpables y a reparar a las víctimas.

Pero los habitantes amazónicos desconfían de que algo cambie luego de cincuenta años de ser parte de un país petrolero que les niega los beneficios de una industria oscura. A su temor se suman los crecientes afanes de convertir a la Amazonía entera en una fuente de energía eléctrica, de minerales y de madera a costa de sus vidas.

La Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos denunció el 16 de febrero que al menos 7 cantones sufrieron afectaciones: El Chaco, en la provincia de Napo; Gonzalo Pizarro, Cascales y Shushufindi, en la provincia de Sucumbíos, y Joya de los Sachas, Francisco de Orellana y Aguarico, en la provincia de Orellana. Además, aseguraron que el petróleo atravesó y contaminó los parques nacionales Cayambe-Coca, Sumaco Napo-Galeras y Yasuní; la reserva biológica Limoncocha; bosques y vegetación protectora como La Cascada, Sacha Lodge, Pañacocha y Río Aguarico.

La Alianza dirigió un documento a la Fiscalía General del Estado en el que exigió iniciar procesos de investigación que determinen responsables de los daños, sanciones y reparación integral a las poblaciones damnificadas.

El 8 de febrero, OCP Ecuador comunicó que había terminado los trabajos de reparación en su oleoducto y reinició operaciones “luego de 11 días del incidente de fuerza mayor que provocó una rotura en el oleoducto en la zona de Piedra Fina”. Pero las labores de remediación ambiental en las poblaciones contaminadas no habían terminado. En su comunicado oficial, la empresa afirmó que había recogido “más de 1 000 metros cúbicos de tierra con trazas de crudo” y que “se han entregado 120 mil litros de agua, en tanqueros, la mayor parte, y kits alimenticios”.

El 18 de febrero, Eslendy Grefa, periodista kichwa integrante del colectivo de comunicadores comunitarios Lanceros Digitales, reportó desde las orillas del río Coca, en la comunidad Sardinas, cómo los restos de petróleo aún permanecían en las rocas y en el suelo. “Indignante ver que las autoridades, el Estado, el Gobierno, los ministerios de Ambiente, de Turismo no hacen nada para hacer una limpieza total de este río”, dijo en su informe para redes sociales.

Si las tres cuartas partes del planeta están conformadas por agua, en Ecuador, más de las tres cuartas partes de toda el agua que posee riegan la región amazónica y sirven de fuentes de alimento de esos pobladores de las comunas, comunidades y ciudades. Cientos de poblaciones amazónicas se han constituido ancestralmente sobre la base del equilibrio con la riqueza de sus ríos, de sus suelos, de su selva. Esos ríos les han servido para conectarse, intercambiar productos y transmitir sus conocimientos. Esa naturaleza les ha servido para aprender a convivir y para evitar sobrevivir. Durante siglos, vivir en la Amazonía ha sido conservar la interdependencia entre los seres humanos y su entorno natural. Sin esos vínculos, la vida de los pueblos amazónicos no habría sido posible. Sin equilibrio, la vida sobre el planeta es imposible.

La erosión regresiva del río Coca evidenció la esencia del discurso oficial de los distintos gobiernos de Ecuador: del petróleo no se habla mal. Pero también puso de manifiesto una vez más que la decisión de construir una central hidroeléctrica con mucha mayor capacidad de generación que lo que se había contemplado en los estudios técnicos atendía tan solo a una decisión política. Años después, las voces oficiales se empeñan en responsabilizar a la naturaleza por un proceso erosivo que los especialistas atribuyen a la intervención en la cuenca del río Coca. Cerca de 30 000 habitantes amazónicos son víctimas de una sucesión de decisiones que jamás les tomaron en cuenta. Fotos: Iván Castaneira / Agencia Tegantai.

Diego Cazar Baquero. Es periodista, docente y cantante. Es director y editor general de la revista digital La Barra Espaciadora, y es cofundador y miembro del consejo editorial de la revista LATE. Obtuvo el Premio Nacional Jorge Mantilla Ortega 2019 y fue finalista del Premio Gabo 2019 con la investigación Frontera Cautiva, realizada por una veintena de periodistas de tres países, y semifinalista de la misma convocatoria del Premio Gabo por su serie de reportajes Abacá: esclavitud moderna en los campos de Ecuador, un trabajo coproducido con la periodista Susana Morán. Ha editado los libros de periodismo De a pie (Doble Rostro Editores, 2015), El otro portal (Doble Rostro Editores, 2016), y Cuarentena. Los encantamientos de la democracia en Ecuador (El Conejo, 2019). Es integrante de la Fundación Periodistas Sin Cadenas.